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Llegué a Berlin hace dos meses y dos semanas. Llegué suena a eufemismo. Caí. Caí en Berlin. Hubiera sido lo mismo que me arrojaran desde el avión cuando entraba al aeropuerto. Dos días sin dormir,  unos tres meses de noches interrumpidas por el insomnio y la ansiedad. Y cero, null, alemán. Y al llegar a este punto, muchos decían "No te preocupes, ya vas a aprender. Berlín es una ciudad grande llena de extranjeros, con el inglés vas a estar bien". Pero no. No era cierto eso, y yo algo sabía al respecto por comentarios online de gente que había caído antes que yo. Admito que cualquier emigración hecha con apuro y sin preparación previa suma estrés y dificultades por el camino; no puedo culpar al idioma o a la distancia entre ambas culturas de lo tortuoso que fue el inicio en suelo germánico.
Una tarde de miércoles, una simpática chica alemana que, con suerte (lo dudo), llegara a los veinte años me dijo que sabía que a los oídos extranjeros los alemanes sonaban enojados, que su idioma nos sonaba hóstil o áspero. No tuve corazón para decirle que mi primera percepción no había estado tan alejada de ello. Pero también es cierto que las primeras personas en hablarme en alemán estaban haciéndolo de forma poco amable, casi ladrándome; empleados consulares y personal de migraciones no son una buena referencia (probablemente en Alemania y en todas partes). Aún así, a pesar de estar consciente de las subjetividades puestas en juego, me sentí realmente agredida y golpeada por cada gesto de desagrado, fastidio e impaciencia ante mi incapacidad de comunicarme en alemán. Estaba desnuda ante cada mirada y reproche, aparentemente mi caparazón espinoso no había pasado el control aduanero.
Apenas entré a la habitación del hotel me desplomé como si hubiese estado cargando los millones de kilómetros cuadrados de territorio argentino sobre mis hombros. Pese a los moretones lingüísticos había sobrevivido.
Ese fue sólo el comienzo de un primer mes que pareció un reality de supervivencia. Todo era completamente diferente y planteaba un desafío. Desde lo más simple como pedir un vaso de agua o dar con un baño público se volvía una tarea hercúlea. Y aún así una parte mía no terminaba de caer, pese al golpazo del aterrizaje forzoso. No se sentía verdadero ni real. Mi cabeza no se hacía a la idea de que estaba en Berlín,  quizás porque aún unos pocos días antes eso parecía tan verosímil como recorrer la muralla china en patines tocando un charango. En algún momento iba a despertarme en el departamento de Buenos Aires, con pilas de libros y montones de ropa alrededor y cuatro valijas vacías. O sino me había quedado dormida en la sala de espera del consulado alemán; en ese caso deseaba no haber soltado los dos juegos idénticos de formularios y documentos fotocopiados, traducidos, certificados, apostillados, revisados a la milésima potencia... Tener que ponerlos en orden me iba a llevar varios minutos. Entonces sucedió algo muy simple que ayudó a covencerme, algo más efectivo que los tranvías amarillos que desfilaban frente a mis ojos o el olor a doner y salchicha grillada en las esquinas. Miré al cielo.
Dicen siempre que el mismo cielo azul nos cubre a todos, en cualquier lugar del mundo. Mienten. No era el mismo azul, aunque tuviese la suerte de ser un día de verano, soleado, con cielo despejado. No era el mismo color, el mismo tono. Lo sabía bien. Los poetas conocemos el color del cielo casi mejor que cualquier físico o astrónomo, sólo nos aventajan los pintores y fotógrafos. Bastó eso. Y ahí un sonido de piezas encastrando reverberó por todos mis huesos.
A ese instante de interna realización, le siguieron semanas en las que el instinto primitivo mandaba sobre todo. Cada sentido estaba alerta, mi piel se erizaba por el mínimo roce involuntario. Estaba en un estado constante de falta de sosiego. No podía relajarme ni tomando tres cuartos de litro de cerveza, y yo no soy una bebedora experimentada. Podía imaginarme fácilmente lo que sentían los monos que se caen de los árboles. Cada sonido era amenazante, no tenía dónde refugiarme. En cualquier momento una bestia podía avalanzarse sobre mí y mi extranjera ignorancia. De poco me servía mi esfuerzo por captar el sentido de las palabras cuando el idioma rehuía mi comprensión por completo.
Así viví, sobreviví, las primeras semanas de emigrada. Hasta que un día, yendo en el tranvía, que para entonces ya era tram, me distraje mirando por la ventanilla y descubrí unas iguanas gigantes reptando sobre los edificios. Parecían dirigirse a ese cielo que era de un azul celeste menos intenso del que llevaba conmigo; sí, correteaban felices hacia el cielo extraño e indiferente que hacía gárgaras con las erres. Sonreí. ¿Qué otras cosas podría descubrir en Berlín?

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