El café nuestro de cada día
Empiezo cada día con mi taza de café. Miento. Mi día realmente inicia unas dos horas antes, o tres. Pero eso no cuenta. Mi contador personal se pone en marcha cuando esa sensación cálida y reconfortante llega desde las palmas de mis manos, que rodean la taza envolviéndola, hasta algún rincón misterioso de mi cerebro. Es esa sencilla sensación táctil, sumada al aroma que ondulante alcanza mi nariz, lo que activa mis neuronas antes de que siquiera una gota de café toque mis labios. Es mi bebida de las mañanas, y de las tardes llegando a su fin, especialmente durante los meses fríos del año. Y también mi compañero de trasnoche, de estudio paranóico cuando era más joven, de angustias existenciales, y largas contemplaciones a la luz de una pálida luna.
Y es por todo ello que, apenas llegada a Berlín fue imperioso incluir un frasco de café en la primera compra de víveres que hice. Café instantáneo, de una marca que a fuerza de márketing y monopolio cruza fronteras. Más parecía un rejunte de aserrín saborizado que café, pero no tenía cafetera ni colador ni tamiz. Era éso o la nada. Y así fue como aguanté estos primeros dos meses en la capital alemana, resignando, bajando mis expectativas, y mintiéndome de a ratos. Porque había que resistir el embate del desarraigo, el cansancio físico y emocional, y estar alerta para asimilar tantos cambios. Pero los seres humanos no nos conformamos con sobrevivir, una vez que hacemos pie queremos más. Queremos experimentar, sentir, gozar. Y yo decidí que prefería descubrir sensaciones nuevas que aferrarme a malos sustitutos. No busqué más marcas y sabores conocidos, me entregué a las ensaladas de trigo burgol saturado de paprika y humus, a los pepinillos dulzones, a los dátiles de la verdulería turca y a los panes con papa de la bäckerei (panadería) más cercana. Ya no garabateo la palabra café en la lista de compras para el supermercado. Voy a tomar té de mañana hasta que consiga una cafetera o un café que se sienta como tal al paladar, lo que suceda primero. Y si bien todavía me sorprendo viendo una ciudad distinta cuando miro por la ventana, lo esencial sigue estando ahí, y yo también. Esa yo que decanta hasta el fondo de la taza.
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